Ayer vi... EL GATOPARDO

en los impagables cines VERDI. Y digo impagables porque 7,50 no es precio por permitirte vivir en Sicilia en 1860. Y no lo digo porque me fascine especialmente esa época o lugar -que no- sino por la increíble experiencia de habitarla realmente. ¡De estar allí! De sentir la brisa que agita los visillos del gran palacete. De revivir experiencias no vividas, como la de estudiar con un profesor particular en la  enorme terraza donde cada familiar campa a sus anchas. De compartir junto a Burt Lancaster esa sensación tan actual como eterna de que los tiempos cambian y hay que adaptarse. Y como él mismo dice, “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.”




Las épocas se tocan. Nuestro hoy y aquél lejano ayer. Ves cambiar el mundo de entonces. Y ves cambiar el tuyo. Pero no lo adviertes porque lo vives desde dentro. Y así ha sido siempre. Esa sensación de que todo cambia para que, en el fondo, todo permanezca. El Gatopardo parte de una novela, de un autor que nos cuenta sus carnes, su mundo, su familia. Y por eso el retrato es tan certero. Honesto y genuino. Como también lo es la adaptación de Visconti, que lucha por los detalles, por el encaje de cada visillo, para que yo, muchos años después pueda sentir esa brisa. Porque, os diré un secreto, el aire corre de verdad para empujar esos finos tejidos, y no son la simulación de un magnífico efecto digital, que a costa de ser real, se convierte en hiperreal, o lo que es lo mismo, algo totalmente falso.

Gracias, cines Verdi, porque 1860 me pilla muy atrás. Y Sicilia muy lejos. A cuatro manzanas de casa más o menos. Impagable experiencia, insisto.