

Las épocas se tocan. Nuestro hoy y aquél lejano ayer. Ves cambiar el mundo de entonces. Y ves cambiar el tuyo. Pero no lo adviertes porque lo vives desde dentro. Y así ha sido siempre. Esa sensación de que todo cambia para que, en el fondo, todo permanezca. El Gatopardo parte de una novela, de un autor que nos cuenta sus carnes, su mundo, su familia. Y por eso el retrato es tan certero. Honesto y genuino. Como también lo es la adaptación de Visconti, que lucha por los detalles, por el encaje de cada visillo, para que yo, muchos años después pueda sentir esa brisa. Porque, os diré un secreto, el aire corre de verdad para empujar esos finos tejidos, y no son la simulación de un magnífico efecto digital, que a costa de ser real, se convierte en hiperreal, o lo que es lo mismo, algo totalmente falso.
Gracias, cines Verdi, porque 1860 me pilla muy atrás. Y Sicilia muy lejos. A cuatro manzanas de casa más o menos. Impagable experiencia, insisto.